Por Alfons Rodríguez, texto y fotos
El año 1989 fue un año de grandes acontecimientos históricos.
Por aquella época se disolvía el Telón de Acero, caía el Muro de Berlín o se detenía a Josu Ternera de ETA, por ejemplo. Al mismo tiempo, se comenzaba a tomar conciencia internacional de que había que proteger la capa de ozono y la mujer española era admitida en las Fuerzas Armadas. En una China muy diferente a la de hoy se iniciaba, por aquel entonces, la revuelta de Tiananmen, mientras Felipe González gobernaba con mayoría absoluta una España socialista. También se empezaba a instalar el sistema GPS, que es aquel sistema que nos hace llegar antes y sin perdernos pero que atrofia nuestras mentes un poco más cada vez que lo usamos. Además, aunque solo le importe a unos pocos, Tailandia declaraba dos nuevas zonas naturales protegidas: Doi Wiang Pha y Si Lanna. El final de aquellos 80 fueron para el que aquí les escribe el inicio de un largo camino. Una vida con todo un mundo por delante que recorrer. Y fotografiar.
Y así, sin una clara intención pero con mucha ilusión, en aquel 1989 me vi aterrizando en el aeropuerto de Bangkok. Como no suelo ser muy romántico ni dado a rememorar momentos míticos diré que nunca olvidaré la bofetada de calor que recibí al dejar tras la puerta el aire acondicionado del aeropuerto. Había salido de Barcelona y había entrado en Bangkok, Tailandia. Mi primer viaje intercontinental. Hoy llevo casi 200 viajes y a punto estoy de sumar 100 países diferentes, no por coleccionarlos si no porque mi trabajo me ha llevado a ellos.
Aquel país, Tailandia, donde las medusas te hacían odiar las playas, donde el sudor te acompañaba siempre como la propia piel, donde el sol te marchitaba la existencia. Aquella ciudad, Bangkok, donde el tráfico ponía a prueba tus habilidades para sobrevivir y donde el olor, contra todo pronóstico, no era a selva virgen o a fruta fresca sino a refrito callejero y a humanidad brutal. Pero estaba equivocado. Todo eran sensaciones erróneas, de principiante, de mente cerrada. Viajero de pantomima con todo que aprender. Y vaya si aprendí. Tailandia enseñó a aquel bebé viajero lo que era la vida y le abrió los ojos para que viera el camino inequívoco que debía tomar en esta: viajar, vivir historias y después contarlas a quién quisiera escucharlas o verlas. Fue el principio de mi evolución. Y se lo debo a Tailandia. A mamá Tailandia.
De aquel viaje salió la imagen que les muestro en este post, en la que un padre sostiene y mira, contento y orgulloso, a su hijo. Fue tomada junto a los muros del Palacio Real de Bangkok. Esa fotografía captada con película en blanco y negro ha acabado, con el paso de los años, despertando un profundo sentimiento de añoranza en mi cada vez que la contemplo. Cuelga de una pared en mi estudio, cuelga de una pared en casa de mis padres, cuelga de libros que he publicado y cuelga de mi imaginario fotográfico y viajero. Y colgará para siempre. Sobre todo porque poco tiempo después de realizarla, un experimentado fotógrafo me hiciera tocar con los pies en el suelo: me la descartó casi sin mirarla, alegando que el dedo del padre que aparece en la parte inferior del encuadre, sostenido por la mano del niño, estaba fuera de lugar y estropeaba la composición y la armonía de la fotografía. Era un detalle soez. Y para molestar no hay nada como meter el dedo en el ojo de alguien.
Así fue como el dedo de aquel padre tailandés se metió en mí ojo. Molestó pero a la vez ayudó. Y mucho. La fotografía, el documentalismo fotográfico, se convirtió en un reto para mí. Un desafío que añadir al, por aquel entonces, incipiente deseo de viajar.
Viajes posteriores al reino de Siam me han enseñado que el país es otra cosa muy diferente al concepto que yo guardaba en mi memoria y que no siempre se cumple aquello de que la primera vez siempre es la mejor. Aquello de la evolución, que les comentaba antes. A mamá Tailandia le debo mucho. Y como se hace con las madres, volveré a visitarla una y otra vez, por Navidad, en primavera, verano u otoño. Volveré.
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