Cuando estás relajada en tu luna de miel y te dicen que te tienes que levantar a las cinco y media de la mañana es algo que aceptas dentro del contexto de paz y alegría en el que se envuelves el viaje. Haciendo honor a su nombre, el “País de la Sonrisa”, nuestra mueca se divisa breve (pero sincera). Y más porque sabemos que es un por una buena causa pero desconocida para nosotros: la visita a un campamento de elefantes. Ya el compañero Gonzalo Azumendi contó su experiencia en uno de los post más leídos de nuestro blog, “Amar a los Elefantes” pero ahora cuento yo la mía (porque yo lo valgo).
Bajamos a la recepción donde nuestro guía nos espera con puntualidad asiática. Emprendemos rumbo a Baan Chang Elephant Park, donde durante 6 horas daremos un curso para aprender a ser mahout, o lo que es lo mismo, “cuidador de elefantes”. Vamos a conocer las nociones básicas para comunicarnos y entendernos con ellos. Ganas no faltan.
Después del madrugón, madrugón, conduciendo durante 50 minutos hacia el norte de la provincia de Chiang Mai, entramos en el campamento para formar parte de un equipo de 10 personas, preparadas para aprender e interactuar con elefantes, como lo hace el mahout a diario. Todos éramos adultos con una edad media de 40 años, menos un pequeño de dos que fue el rey de la casa. Y los elefantes lo sabían.
Lo primero que hicimos fue dar a la bienvenida a nuestro guía, un joven thai, dicharachero y cercano que consiguió transmitirnos con sus palabras la ilusión de lo que se hace en el campamento y su filosofía. Rescatan a los elefantes de condiciones de vida inadecuadas y les ofrecen un hogar, cuidándoles en compañía de otros elefantes, que se convierten en familia, en un entorno natural y seguro para todos, sin separar a las madres de sus crías y de acuerdo a una mecánica de bienestar. Nos hablan del elefante asiático (el “rey” junto con el africano), de su modo de vida y su comportamiento para introducirnos en el increíble mundo de los mamíferos terrestres más grandes de la Tierra.
Una vez cambiados de ropa, con un sugerente mono azul que nos hace igualarnos a todos ante la experiencia que vamos a vivir, comenzamos la aventura. El primer objetivo era alimentar a los paquidermos con plátanos y azúcar de caña. En fila, frente a frente, a un lado los elefantes con sus cuidadores, y a otro, los humanos. Fuimos a por las cestas llenas de comida, de dos en dos, despertando nuestro sentimiento solidario ya que cogíamos de cada lado el canasto que llevaría las viandas al paquidermo. Que aproveche.
El contacto con la trompa del elefante es algo que nos imponía a todos. Era increíble como tragaban, pero, sobre todo, la delicadeza con la que cogían la comida del niño de dos años. Un maravilloso encuentro, lleno de ternura, que nos hizo cuestionarnos el sentimiento animal. Él y el elefante bebé fueron dos de los grandes momentos del día.
Otro de los objetivos era conocer los comandos básicos para los elefantes. Cuatro palabras esenciales para bajar, alzarse, iniciar la marcha y parar. Estamos todos sentados, como en una escuela, expectantes ante la demostración sobre cómo montar a lomos del elefante directamente, utilizando las técnicas con las diferentes órdenes habladas para el animal. Parece fácil. Me invade un sentimiento de miedo ante lo desconocido y emoción. Vamos a ver…
Llegaba otro de los momentos estrella de la jornada: Montar a lomos del elefante, sin montura de por medio, y controlar al mamífero en una vuelta alrededor del parque. Después de la comida, retomamos el tercer objetivo del día. Notando su piel gruesa y agrietada, sujetando con fuerza las cuerdas que separaban nuestro cuerpo del suelo, o lo que es lo mismo, los dientes del suelo, emprendimos el camino por el recinto, entre la frondosa jungla tailandesa y la ilusión de saber que estábamos haciendo algo que contaríamos a nuestros nietos. Mirándolo desde arriba, era graciosa la postura del cuidador: guía del elefante, lo conducía como si con él no fuera la cosa, con una mezcla de hábito y tratamiento de tú a tú con el animal que alcanzaba el grado de excelencia.
Terminamos el paseo, satisfechos con la experiencia y llegó el cuarto y último objetivo del día, y el más auténtico: bañar y peinar a nuestro elefante. Auténtico porque meternos descalzos en su “bañera de agua marrón” era algo indescriptible… e inolvidable. Fue el momento en el que más cerca teníamos al animal, observábamos sus ojos, su cresta, su piel dura y agrietada y su tranquilidad.
Al mismo nivel que el elefante, sin trampa ni cartón, aprendimos a bañarle, a peinarle… y hacernos fuertes ante la adversidad, en medio del lodo. Y aprendimos la lección. No sabemos si para ser mahouts pero si para llevarnos una de las mayores experiencias de nuestra vida.
*Todas las fotos se han realizado y pertenecen a Baan Chang elephant Park
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