Por Alfredo Merino (texto y fotos)
Hay una cosa que me gusta tanto como ir por el mundo: conocer los seres salvajes que lo habitan. Ver el esfuerzo de una jirafa al agacharse a beber del último charco que aún no se llevó la sequía en el Salamat de Zaokuma, el metal alado que es un quetzal cruzando la floresta de Monteverde o las singladuras del último quebrantahuesos sobre los farallones de Ordesa me es irresistible.
En este vagabundeo animal tienen un significado especial las especies emblemáticas. Tanto que las colecciono. No como el bestia de Walter Palmer, ya saben el dentista de Minnesota que el año pasado se cargó a Cecil, el patriarca de los leones africanos, para colgarlo en la pared del salón. Me conformo con verlos. Y recordarlos luego. Tengo una buena colección: gorilas de montaña, rinoceronte indio, elefantes de selva, tigres de Assam, orangutanes de Sumatra, macacos de las nieves, osos blancos de Svalbard, cachalotes de las Azores, tiburones blancos australianos… lista a la que después de mi último viaje thai he añadido con todo el orgullo de un cazador sin balas a los delfines rosados.
Delfines rosa en Koh Tha Rai, Surat Thani.
Llevábamos un par de horas dando vueltas frente a las costas de Khanom, en la provincia de Surat Thani, y Khun Dang estaba empezando a mosquearse. Escrudiñaba con sus penetrantes ojos hasta el último centímetro de superficie de las achocolatadas aguas pero no veía nada. Una suave brisa perturbaba la superficie del tranquilo mar que lamía las raíces de los manglares costeros. Algunos pescadores faenaban a bordo de sus long tail. Nada más.
“He venido a ver a los delfines cientos de veces y salvo un par de días, siempre los he visto. Espero que hoy no pase esto”, me dice con un ligero cabreo. Sabe que hemos venido desde un país muy lejano y que si no los vemos, luego no podremos contarlo y después vendrá menos gente. A Dang le preocupa, pues regenta una pequeña empresa que organiza excursiones marítimas para ver a los delfines. Aunque más que por esto, al escuchar el fervor con el que me cuenta cosas de estos animales, creo que lo que realmente le fastidia es no poder enseñárnoslos, igual que un orgulloso padre muestra al amigo las habilidades de sus hijos.
Dang, que en realidad se llama Pakasit Paijitsattaya, es un dinámico tailandés que no parece tener la edad que asegura. ¡Ojalá uno pudiera alcanzar sus mismos juveniles y bronceados 62 años!. Ya me dijo Alex que me encantaría; entregado a la causa conservacionista, es el Félix Rodríguez de la Fuente tailandés; su dedicación a la protección de los delfines le ha convertido en un personaje reconocido en su país. “Me interesaron los delfines desde joven, pero no me dediqué a ellos por completo hasta que ocurrió algo importante”. Fue cuando el tsunami de 2004 golpeó las costas del Golfo de Tailandia. La gran ola se llevó a un grupo de delfines rosados al lago Baam. “Todos pensaban que iban a morir, pero yo no me rendí. Organicé el rescate y entre todos los vecinos logramos devolverlos al mar. Entonces comprendí que ellos serían el objetivo de mi vida”, me cuenta mientras no deja de vigilar los rincones donde siempre ha visto a ‘sus’ delfines.
Khun Dang, el apostol de los delfines rosas.
Aparte de esto, Dang se dedica a recorrer la costa para concienciar a los pescadores y a los vecinos de la importancia que tienen estos amenazados mamíferos marinos. Les enseña a no tirar basuras al mar, a respetar el tamaño de las capturas. “Les digo que les dejen a ellos su ración. Y parece que ya lo han comprendido”. En Khanom ha surgido un variado imaginario en torno a los delfines rosados: fuentes, estatuas, nombres de barcos, hasta los letreros de las calles se adornan con la silueta de los simpáticos mamíferos marinos y que indica que se considera a estos mamíferos marinos como algo positivo. “Han comprendido que pueden ayudarles: si hay delfines, vendrán turistas a verlos como tú y eso les dará riqueza”, me discurseó.
Adorno en restaurante en Prao Mai.
La sagrada isla Kho Nui
Íbamos rumbo al área protegida de
Koh Tha Rai, trece kilómetros cuadrados de océano cerca de Klong Bang Paeng, donde no se puede pescar. “Es un santuario para los delfines. Allí no entran los pescadores, y los delfines saben que tienen peces abundantes”, me contó, al tiempo que reconocía que apenas quedan 50 delfines rosados en las aguas de Tailandia, “pero hemos logrado que se reproduzcan todos los años”.
En esto llegamos a la isla de
Kho Nui, mágico lugar en medio de una ensenada perdida. Las largas filas de banderas clavadas en las aguas y el templo que se alza en su cima señalan que es un lugar sagrado. Aquí se refugió de una tormenta el barco que llevaba al venerado
Luang Phor Thuad. Aquí fue donde caminó sobre las aguas cuando los marinos le tiraron al mar pensando que era el culpable de aquella tempestad. Y más tarde, cuando se morían de sed, hizo brotar agua de una de las cavidades. Todavía puede verse. En la isla, monta guardia un solitario monje que no ha cumplido trece años. ¿Tienes miedo de estar aquí solo todo el día?, le pregunté. “Cómo voy a tenerlo, me protege mi maestro”, respondió señalando una imagen en lo alto del atolón.
Isla sagrada de Kho Nui, en las aguas de Nakhon Si Thammarat.
Camino de Koh Tha Rai, pasamos cerca de unas viviendas palafíticas. “Ellos son los que más respetan a los delfines”, aseguró Khun Dang. Al oír la barca, los pescadores salieron de sus casas para saludarnos. Intercambiaron unas palabras con mi guía y éste dio unas órdenes al piloto, mientras acelerábamos. Encaramado en la proa, Khun Dang era un curtido mascarón olfateando el océano. El señor de los delfines buscaba a los suyos. Al fin, levantó la mano y el piloto detuvo la singladura.
Era mediodía y la sonrisa de Khun Dang brillaba más que el sol que por momentos nos aplastaba. “¡Allí están!” exclamó, señalando un punto en mitad de las aguas en el que, naturalmente, no vimos nada. Poco a poco la barca se acercó, Dang la guiaba hacia una y otra dirección como si tuviera un sónar igual que el de los delfines. De nuevo aparecieron. “Es una madre con su cría”, dijo. Nosotros le creímos a pies juntillas. Sobre todo porque al instante, asomaron fuera de las aguas una madre absolutamente rosada, seguida de un pequeño delfín mucho más oscuro.
Durante una hora larga jugamos al ratón y al gato. Les descubríamos a lo lejos, apuntábamos nuestros objetivos y desaparecían. Así una y otra vez. Perseguimos sombras en el océano. En aquellos momentos desconocía si había logrado tirarles una sola imagen pasable, pero estaba seguro de que no. Los delfines estaban lejos y nadaban erráticos, era imposible saber por dónde saldrían. De repente les vimos a veinte metros apenas. “Le está enseñando a pescar”, aseguró entonces Khun Dang. Nuestro escepticismo desapareció cuando el pequeño sacó la cabeza del agua con un pescado en la boca, mientras oíamos los inconfundibles chasquidos de la madre aplaudiendo a su chiquitín. Disparé de nuevo.
Cría de delfín rosa con un pez en la boca
De regreso, paramos antes de alcanzar Klong Bang Paeng para darnos un chapuzón. Khun Dang saltaba feliz en el agua haciendo ruidos con la boca como si fuera otro delfín. Un delfín con bigote. Degustando un pequeño ágape en la cubierta del barco, decidimos visitar el templo de Wat Phra Boromathat para dar gracias a los dioses por haber podido ver los delfines. Lo que no haga una Shinga…
Khun Dang, el apostol de los delfines rosas.
Wat Phra Mahathat
El más importante conjunto sagrado que tienen los budistas en el sureste asiático es este templo situado en
Nakhon Si Thammarat, en cuya estupa principal aseguran se conserva un diente de Buda. No desmerece y tiene todos los ingredientes y la mística de los lugares sagrados más sobresalientes. Entre ellas sus 77 estupas y una interminable galería que guarda 173 imágenes doradas de Buda.
Peregrinos malayos en Wat Phra Mahathat.
Mientras entonan sus mantras, los fieles depositan una moneda en cada uno de los tantos cuencos situados delante de ellas. Encienden palillos de incienso y echan agua sobre una de las imágenes. Aunque sobre el resto de rituales el más impresionante lo realizan largas filas de peregrinos bajo interminables telas azafrán. Sosteniéndola sobre sus cabezas, entran en procesión al recinto sagrado y suben al pie de la estupa más sagrada. Descalzos, dan vueltas, siempre en sentido de las agujas del reloj, para al final enroscarla en su base.
Peregrinos dan vueltas a la estupa sagrada de Wat Phra Mahathat
Solo entonces se toman un respiro. Muchos de los peregrinos son monjes venidos incluso de Malasia y Ceilán. Algunos son novicios acompañados con sus familias. Como si fuera parte del ceremonial, todos hacen lo mismo: de los pliegues de su sencilla túnica sacan un iphone, o un sansung, y se hacen un selfie que inmediatamente envían por WhatshApp o Twitter, quién sabe si hasta el Wat Phra That Doi Suthep, en la alejada Chiang Mai. Sincretismo de fe elemental y tecnología punta, ejemplo perfecto de lo que hoy es Tailandia.
Dos monjes budistas whasappean ante la estupa sagrada de Wat Phra Mahathat.
Amanecer en Nadan beach
Concluí el día en el
Aava Resort & Spa, magnífico hotel levantado por
Caty y Atte Savisalo, emprendedora pareja de finlandeses, en Nadan Beach, tal vez la mejor playa de este litoral todavía ignorado por el turismo de masas. Mientras cenaba, Dikky, una de las chicas del restaurante, me dijo que al amanecer los delfines nadaban todos los días frente a la playa. Unas horas después, el reflejo de la luna sobre su vestido blanco guiaba mis pasos en la oscuridad. Por la orilla caminamos hasta la esquina del arenal.
Aava Resort & Spa, en Nadam beach.
Según aclaraba el día, descubrimos a solitarios pescadores con el agua hasta la cintura echando las redes. Nos sentamos a esperar, hasta que el sol levantó por el horizonte y aparecieron los delfines. Venían a por los descartes de los pescadores. La comida fácil les hacía saltar y nadar como locos.
Pescadora de Nadam beach con sus redes al amanecer
Cuando nos dimos cuenta, el Sol nos quemaba la espalda. Dikky abrió entonces la sombrilla y, protegidos bajo su sombra, me explicó todo lo que sabía de aquello.
Nadam beach es uno de los más hermosos arenales de Surat Thani.