Texto y Fotos: Familia Seco Ros
Teníamos por delante un día al más puro estilo Willy Fog: primero fuimos en barco, luego en coche para viajar en avión, posteriormente en coche para montar en barco y cruzar a Koh Phangan, y finalmente subirnos de nuevo en coche para llegar a Haad Rin y allí disfrutar de una deliciosa cena sobre la arena en el paraíso. ¿Valió la pena? Por supuesto que sí.
Habíamos visto alguna exhibición de acrobacias con fuego, pero aquí lo llevaban a la máxima potencia, convirtiéndolo en puro espectáculo. Playa, fuego, música y billar… ¡momentos mágicos!
Desde que llegamos a Ko Phangan teníamos una meta: San Bottle Beach. Teníamos poco tiempo y la cosa no nos la estaban poniendo fácil pero al final en 20 minutos ¡estábamos listos para zarpar! El mar es un espejo, el paisaje increíble, la compañía la mejor.
Primera parada a la vista: el agua está caliente pero el marco es insuperable. Bueno, o eso pensamos hasta que llegamos a la siguiente playa, que era aún más increíble.
Seguimos navegando rumbo norte en nuestra longtail, esquivando riffs y pequeñas islas perdidas de la madre de Dios, pero muy dignas, con sus palmeras y todo, casas colgadas desafiando las leyes de la gravedad, playas de piratas llenas de historias.
No era arena blanca; era harina. Las cabañitas nos saludaban desde la playa, invitándonos a quedarnos. Envueltos en una suave brisa disfrutamos de risas, baños, comida y “Chang”, una de las cervezas típicas del “País de la Sonrisa”.
Aunque hasta las palmeras decían “quédate” sabíamos que había que volver. Una cosa es navegar de día por esas aguas y otra cosa sería dejar caer la noche. La tarde entraba por popa, el sol se ponía por proa y las olas nos mecían sin descanso.
Anusak, nuestro anfitrión, ya nos esperaba con la mesa preparada para disfrutar de cocktail y cena sobre las arenas del paraíso.
Despedimos la noche en la playa de las mil fiestas, donde una vez al mes La Full Moon Party asalta la isla, llenándola de música y color. Hoy nosotros de una manera mucho más tranquila también le daríamos nuestro personal homenaje pasando por el Drop In Bar, para ver a sus chicos de fuego y su billar.
Ese sentimiento de pena y a la vez la alegría nos perseguía porque dejábamos un sitio, pero nos esperaba uno nuevo. ¡Allá vamos Ko Samui!
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