Por Xavier Moret (texto y fotos)
Aterricé en Chiang Mai un día de noviembre que coincidía con la luna llena del duodécimo mes del calendario lunar thai. En muchos otros países este dato no tendría la menor importancia, pero en Tailandia cualquier excusa es buena para montar una fiesta. Aquella, además, no era una fiesta cualquiera: era el Loy Krathong, cuando los tailandeses se desprenden de los malos rollos colocándolos de un modo simbólico en frágiles barquichuelas que la corriente se lleva río abajo.
Chiang Mai era una fiesta ya a primera hora del día. Los hoteles estaban llenos, todos hablaban del Loy Krathong y en las paradas callejeras vendían barquitas para el ritual. Eran pequeñas, de apenas un palmo de largo, hechas con hojas trenzadas de bananero y cargadas con barritas de incienso, una vela y unas pocas monedas como ofrenda a los dioses del río.
Vendedora de Krathongs
Mi amigo Josep Maria Romero, que vive en Tailandia desde hace cuatro años, me dijo que había llegado al mejor lugar en el mejor momento, ya que en Chiang Mai se suman la fiesta del Loy Krathong y la del Yi Peng, en la que los tailandeses lanzan globos de papel al cielo para que se los lleve el viento. Ese día, pues, barquitas y globos comparten una gran fiesta destinada a librarse de los malos rollos.
Sabía, de viajes anteriores, que Chiang Mai es una ciudad agradable, con un mercado que invade las calles de los alrededores, un sinfín de templos, bares y restaurantes, un entramado de sois (callejones que te trasladan a la calma de un pueblo) y un río, el Ping, que le da personalidad. Los antiguos fosos de agua del centro y los restos de la muralla recuerdan que fue una capital importante, mientras que en una montaña cercana el templo de Doi Suthep convoca a miles de peregrinos. Más allá, un mar de bosques y montañas son el escenario ideal para el trekking o para un paseo en elefante.
Era muy consciente de todo esto, pero nunca había visto tan excitados a los habitantes de Chiang Mai. Cuando cayó la noche, las calles empezaron a llenarse de una multitud con ganas de fiesta. Las sonrisas que tan a menudo exhiben los tailandeses dieron la bienvenida a unas carrozas artesanales que desfilaban en dirección al río, con profusión de adornos dorados, tronos majestuosos, referencias a la benevolencia de los dioses y niños y mayores ataviados para la fiesta.
Carrozas en Chiang Mai
Después de beber en un garito un par de cervezas calientes con cubitos de hielo, otro ritual que suelo repetir en Tailandia, compramos con mi amigo Romero un par de globos de papel y unas barquichuelas para sumarnos a la fiesta. No nos fue fácil llegar hasta el río en medio de la algarabía, pero en ningún momento tuve sensación de agobio. Al fin y al cabo, a todos los que estábamos allí nos unía un objetivo común: enviar los malos rollos lo más lejos posible, hasta el infinito y más allá.
En el río soltando el Krathong
A orillas del río, la gente se agolpaba para botar sus barquitas, que no tardaban en convertirse en un titilante punto de luz que echaba a navegar por las azarosas aguas del Ping. Encima del puente, algunos conseguían abrir un mínimo espacio entre la multitud para encender la mecha del globo y, tras esperar unos minutos para que el aire se calentara, soltarlo para que emprendiera el vuelo y se uniera a los otros muchos globos que iluminaban el cielo. Mi globo se alzó al principio poco a poco, en actitud vacilante, pero se rehizo enseguida para tomar altura y unirse a la miríada de puntitos de luz que adornaban el cielo para darle un inequívoco aspecto de fiesta cósmica. ¡Adiós a los malos rollos!
Yi Peng en Chiang Mai
El Loy Krathong fue una fiesta maravillosa que se alargó hasta muy tarde, entre cervezas, sonrisas, abrazos y buenos augurios. Fascinado por aquel maravilloso ritual, me iba fijando en los rostros de la gente y sólo podía leer mensajes de buen rollo. Comprensible: al fin y al cabo, los malos rollos ya estaban viajando hacia destinos lejanos.
Me levanté tarde al día siguiente. Me di uno de esos milagrosos masajes tailandeses que te hacen descubrir sensaciones que creías olvidadas, me compré un par de libros de segunda mano en la bien provista librería The Lost Bookshop y me regalé un delicioso Pad Thai con la consabida cerveza con cubitos.
Tenía la intención de irme hacia el norte aquel mismo día, hacia el mítico río Mekong, allí donde la frontera de Tailandia confluye con las de Birmania y Laos. Lo tenía previsto, y es más, llevaba una agenda que pensaba cumplir a rajatabla, pero sentía que después del Loy Krathong no tenía ninguna prisa por marcharme. Cuando mi amigo Romero, que entonces estaba escribiendo El Tao de la energía, me empezó a hablar pausadamente de las enseñanzas del Tao, entendí que a los viajes, como a la vida, hay que dejarlos fluir. Es lo que dice el gran Lawrence Durrell: “Los viajes nacen, no se hacen”.
En aquel momento supe que mis urgencias habían desaparecido y que ya no le veía sentido a mi plan cronometrado de viaje. Estaba bien en Chiang Mai y me sentía bien conmigo mismo, quizás porque, gracias a la fiesta del Loy Krathong, me había desprendido de todos los malos rollos que me atenazaban. Respiré a fondo, pedí un par de cervezas con cubitos, una para mi y otra para mi amigo Romero, y ambos brindamos por el Tao, por los viajes y por el fluir de la vida. Son cosas que pasan en Tailandia, un país al que siempre apetece volver.