Por Julio Castro (texto y fotos)
Estaba decidido: Chiang Mai sería mi próximo destino, el lugar elegido para constatar que Tailandia era todo lo que siempre había imaginado. Muy atrás, a 700 kilómetros de distancia, había dejado Bangkok, ese caos con forma de ciudad infestada de almas que confunden dormir con morir, donde las horas se convierten en segundos y cada segundo cuenta como una vida entera. En Bangkok, asfalto es sinónimo de jungla y cada acera, la última frontera entre lo humano y lo ignoto, como aquellos míticos lugares que, en los mapas antiguos, eran señalados como “Hic sunt dracones”, aquí hay dragones. Descubrir Bangkok con una mochila pesando 50 años sobre mi espalda había sido una apuesta arriesgada, un brindis al sol, un no querer reconocer la dura realidad de una edad que disfruta más con las suaves luces del alba que con los intensos colores del atardecer. Había llegado a Bangkok creyendo que nunca era demasiado tarde para conocerla y me fui sabiendo que, a veces, sí lo es para disfrutarla como se merece. No me lo tengas en cuenta, Bangkok… no es por ti, es por mí.
Pese a ser la segunda ciudad más importante de Tailandia, Chiang Mai se parece entre poco y nada a Bangkok. Aquí, la vorágine se tumbó, hace tiempo, en el diván del doctor sosiego y encontró la paz. Llegué a Chiang Mai con un deseo escrito en mayúsculas, muchos años atrás, en uno de mis cuadernos de viajes: fotografiar monjes budistas en su entorno natural. Los 300 templos (Wat, en tailandés) de Chiang Mai eran un argumento demasiado contundente para no ver que éste era el lugar idóneo para cumplir mi deseo.
Unas amenazantes nubes grises, que cubrían por completo el cielo aquella tarde, me convencieron para postergar la visita al más afamado de todos los templos, el Wat Phrathat, encaramado a 1.600 metros de altura sobre el monte Doi Suthep, a unos quince kilómetros de Chiang Mai (sí, el mismo templo donde nuestro querido Gonzalo Azumendi vio la luz que le guiaría hasta convertirse en un auténtico mahout) y donde se guarda, a buen recaudo, la clavícula derecha de Buda.
Con mi equipo fotográfico al hombro, trípode en mano, y sin la necesidad de abandonar la ciudad, dirigí mis pasos hacia el Wat Chedi Luang, con menos pedigrí que el anterior pero que puede presumir de tener el chedi más grande de todo Chiang Mai (una gigantesca mole de ladrillo que alcanza los 98 metros de alto por 54 de ancho) y por haber sido morada provisional del veneradísimo Buda Esmeralda, actualmente expuesto en el Palacio Real de Bangkok.
Del Chedi Luang, además, había leído que ofrecía la posibilidad de tener “charlas gratuitas con monjes”, una especie de intercambio cultural donde ellos practican y mejoran su inglés a cambio de satisfacer nuestra curiosidad sobre sus costumbres monacales.
Somos libres de preguntar lo que queramos (no hay tapujos ni tabúes en el budismo) aunque, sin decirlo, se guardan el derecho a no contestar lo que consideren oportuno. Hay pocas “líneas rojas” para comenzar la charla: vestir con decoro (nada de pantalones cortos ni camisetas de tirantes) y no tocarles a ellos ni a sus pertenencias, especialmente si eres mujer. De mi conversación (en un inglés bastante poco académico, afortunadamente por ambas partes), al margen de algunas curiosidades -como el hecho de que no pueden cantar o bailar, o que existan seis colores de túnicas permitidos, que van desde el rojo intenso hasta el naranja- me quedo con haber descubierto una tradición tailandesa que señala que cada hombre debe experimentar, al menos siete días en su vida, el ser monje; aprender el sentido de la vida, practicarlo y difundirlo. Queda anotado, también en mayúsculas, en el cuaderno de este viaje….quizás algún día se convertirá en otro deseo cumplido.
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