Texto y fotos: Cristina Fernández
No voy a negarlo: cuando hace años, mucho antes de visitar por primera vez Tailandia, me nombraban el destino, lo primero que venía a mi mente eran imágenes de templos, de monjes budistas vestidos con sus túnicas naranjas y de abigarrados mercados flotantes. También, cómo no, de sus islas y playas de aguas color esmeralda, esas que sirven de reclamo a gran parte de los viajeros y en las que todos soñamos bañarnos alguna vez y desconectar del mundanal ruido.
Sin embargo, no fue hasta mi segundo viaje al “País de la Sonrisa”, cuando aquella percepción cambió. Aquella incursión trajo consigo una de las mayores revelaciones que me haría Tailandia: la de redescubrir el país desde el punto de vista de sus pequeñas comunidades y del ecoturismo.
Y ocurrió en Trat, una región que se extiende en la zona más oriental de Tailandia, haciendo frontera con Camboya y a tan solo 350 kilómetros de Bangkok. Curioso que a pesar de la cercanía con la capital, Trat continúe siendo un destino bastante desconocido para el turismo internacional –excluyendo a los camboyanos, eso sí, a los que les pilla a tiro de piedra-. Un auténtico diamante en bruto que está comenzando a ser pulido.
Mi viaje me llevó a conocer de cerca de tres comunidades que, haciendo alarde del interés general de la región por cuidar de la naturaleza que les rodea, se dedican al turismo sostenible. Una manera de adentrarse en la cultura y forma de vida del lugar respetando el medio ambiente. Y aprovechando la mínima ocasión, por supuesto, para devolverle todo lo que esta les regala.
La Tierra de las Tres Aguas
Me adentré en el territorio en el que habita la comunidad de los Huai Raeng y enseguida sentí el frescor de las aguas de los canales que lo recorren. Inmerso en la frondosidad del bosque, la sombra se agradece siempre en este lado del mundo: por todos es sabido que la humedad en Tailandia forma parte de su esencia.
A la zona se le conoce como la “Tierra de las Tres Aguas” y el motivo es bien simple: sus canales están bañados tanto por agua dulce como salobre y salada, algo que provoca que la biodiversidad de la zona sea inmensa. También de los canales extrae la comunidad absolutamente todo lo que necesita para vivir, ¡por algo llevan viviendo aquí desde muchas generaciones atrás!
Un zumo de frutas locales fue la mejor bienvenida que pude recibir antes de lanzarme, subida en una barca, a recorrer parte del canal y comprobar así cómo se vive en este rincón del mundo. ¿Lo más interesante? A ambas orillas había plantados centenares de árboles de palma que los Huai Raeng aprovechan en su totalidad.
Con los troncos construyen casas y embarcaciones, mientras que sus hojas son usadas para múltiples fines: desde en la elaboración de sombreros hasta para los tejados de las viviendas o, incluso, en la gastronomía local. Esto sí es aprovechar los recursos y lo demás son tonterías.
Pero si algo me llamó la atención de la experiencia, fue el carácter de los Huai Raeng. Amables, cordiales, siempre con una sonrisa en su cara… Se sienten agradecidos de mostrar a los visitantes los detalles de su modo de vida. Justo antes de sentarnos en el suelo de una de sus cabañas para disfrutar de un exquisito banquete, hicimos parada con la barca en un hueco entre árboles. Ahí se encontraba una de las múltiples jaulas que existen colocadas por el canal preparadas para pescar langosta. Y, ¡bingo! Tuvimos suerte… El almuerzo se terminó de completar en ese mismo instante.
El bienestar como forma de vida
“Lo que tomamos de la naturaleza, hay que devolverlo”. Esa es la filosofía que gobierna en otra de las comunidades que visité durante aquel viaje en 2015. En este caso, eran los Chong Changtune quienes trabajan duro día a día dejando clara su pasión y dedicación por la conservación natural y cultural de la zona.
Llegué bien temprano en la mañana y enseguida comenzó una de las experiencias que jamás olvidaría de aquellos días: toda una jornada dedicada al cuidado de mi salud de manos de un grupo de señoras que tenían la sabiduría de los años adherida a cada una de sus arrugas.
El festín saludable arrancó con un baño en el río cercano unido a una sesión de spa a base de arcilla con la que cubrirían todo mi cuerpo. Acto seguido, y tras aprender cómo la comunidad construye sus propias presas con elementos naturales, llegó una de mis partes favoritas: un extenso masaje tailandés que me dejaría como nueva. Pero la sorpresa llegaría al final: la sauna más rudimentaria y original me estaba esperando.
Siguiendo esa máxima de utilizar los recursos naturales que tienen a mano, los Chong Changtune habían ideado unas enormes cestas inspiradas en las jaulas para gallinas en las que tan solo existía un orificio. La idea era meterse en ellas, sacar la cabeza por la abertura, y aguantar lo que buenamente se pudiera mientras una olla de agua hirviendo con hasta 10 plantas medicinales expulsaba todo el vapor del mundo en el interior. Aguanté, lo prometo, mientras que mi cuerpo liberaba toxinas a lo loco… Eso sí, la ducha fresca posterior fue la mejor guinda al pastel.
Gastronomía por bandera
La vida transcurría con máxima tranquilidad mientras recorría las pasarelas de madera que bordeaban el canal en torno al que se organizaban los Ban Nam Chiao, la tercera comunidad que pude conocer en la región de Trat. En las casas, todas ellas abiertas al exterior, escenas cotidianas se desarrollaban sin el menor pudor a ser observados. Unas mujeres limpiaban pescado, otros hombres dormían la siesta… Y todos, absolutamente todos, me saludaban con una enorme sonrisa. Está claro: el carácter tailandés no defrauda jamás.
Una de las cosas que más me llamó la atención fue conocer la cantidad de premios que la comunidad había recibido valorando su pacífica convivencia. Un detalle que quizás no tendría tanta relevancia si no fuera porque la mitad de sus habitantes son budistas, y la otra mitad, musulmanes. Y las diferencias entre religiones, desgraciadamente, acarrean más de un problema en otros muchos lugares del mundo.
Lista para aprender sobre su cultura, llegó el momento de conocer cuál era la seña de identidad de los Bam Nam Chiao. Y esta estuvo clara: su gastronomía. Aprendí diversas recetas elaboradas con productos de la zona –el tangme krop, un caramelo típico de la comunidad, fue una de ellas-, y tuve la oportunidad de acompañar a un pescador hasta la desembocadura del canal para hacerse con un absoluto manjar local: las tonghe shell o “almejas lengua”. Una tarea nada sencilla: el señor se lanzó al agua, y tras bucear durante segundos que se hicieron eternos, apareció de nuevo en la superficie con sus manos repletas de esta exquisitez.
Un paseo en bici por los alrededores fue el mejor punto y final a la experiencia y una oportunidad única de conocer el entorno más rural. En una pequeña cabaña en medio del campo pude charlar con Pee-Noy, una señora que dedicaba sus días a la elaboración artesanal de los ngop, los típicos sombreros de hoja de palma.
Cuando llegó el momento de abandonar Trat, lo hice más enamorada de Tailandia que nunca. Las propuestas de turismo sostenible de estas tres pequeñas comunidades me mostraron un país diferente, con una cara B maravillosa aunque desconocida por la mayor parte del turismo. Una forma diferente de adentrarse en un destino fascinante al que jamás me cansaré de regresar.
¿La razón? Tailandia siempre tiene algo nuevo con lo que sorprender.
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